De Illapel 1971 a Valparaíso 2024, lecciones de los desastres

De Illapel 1971 a Valparaíso 2024, lecciones de los desastres


Columna de opinión

Julián Cortés Oggero

El 8 de julio de 1971, un devastador terremoto de magnitud 7.8 sacudió la región central de Chile, con epicentro continental a 12 kilómetros al Este de La Ligua, unos 112 km al Norte de Santiago y a una profundidad de 40 kilómetros. Este sismo, que dejó 85 muertos y cientos de heridos, se inscribió en la memoria colectiva como un evento catastrófico que desnudó las fragilidades estructurales del país y la urgente necesidad de una gestión eficiente en la respuesta a desastres.

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29 julio, 2024

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Fue un terremoto de características similares al que había devastado la región de Talca en 1928, el cual, en su momento dio pie a la promulgación de una ley de Urbanismo y Construcción (ley 4.563 de 1929) y que dispuso la elaboración de un “Plano General de Transformación” para las ciudades con más de 20.000 habitantes, así como las primeras normas antisísmicas para las nuevas edificaciones en Chile.

Frente a la tragedia del 8 de julio, el gobierno de Salvador Allende promulgó la ley 17.564 que, entre otras medidas, creó las Corporaciones de Desarrollo con el objetivo de coordinar los esfuerzos de reconstrucción y desarrollo en las áreas afectadas. Estas corporaciones, materializadas a través de Comités Comunales de Emergencia, integraron a representantes del gobierno local, fuerzas de seguridad, y diversas organizaciones comunitarias, enfatizando una respuesta inmediata y local. Este modelo permitió una participación ciudadana directa, donde las comunidades podían expresar sus necesidades y colaborar en la implementación de soluciones. Estas medidas fueron asimismo desarrolladas en detalle en uno de los documentos más interesantes (y avanzados para su época) que haya emanado de un ente público en Chile en materia de reconstrucción: Plan de Reconstrucción 1971-1973: de las provincias de Coquimbo, Aconcagua, Santiago, Valparaíso y O’Higgins, afectadas por el sismo del 8 julio de 1971 confeccionado por la Oficina de Planificación (Odeplan).

Cincuenta años después, y como consecuencia del mega incendio que afectó la Región de Valparaíso en febrero de 2024, el Plan de Reconstrucción 2024 propone un enfoque levemente similar y complementario. Este plan recupera la figura de la corporación en contextos de desastres mediante la creación de una Corporación para la Reconstrucción, encargada de coordinar los esfuerzos de recuperación y reconstrucción a nivel nacional. Esto se enmarca en la nueva estructura de la ley 21.364, que establece el Sistema Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres (Sinapred) y crea el Servicio Nacional de Prevención y Respuesta ante Desastres (Senapred). A diferencia de sus predecesoras, esta nueva corporación tiene un carácter centralizado, con un enfoque técnico y administrativo, y su objetivo es asegurar una gestión eficaz y coherente de los proyectos de reconstrucción, con un fuerte respaldo del Estado.

Al comparar ambos enfoques, se destaca un cambio significativo en la gestión de desastres. La ley 17.564 y el Plan de Reconstrucción de 1971 promovieron una respuesta local y participativa, integrando a la comunidad en el proceso de toma de decisiones. Por otro lado, el Plan de Reconstrucción 2024 adopta un enfoque integral pero centralizado, lo que, suscita dudas respecto a una rápida, adecuada y eficiente coordinación, así como una pronta implementación de las medidas necesarias. Si bien, ambos planes tienen un enfoque holístico que aborda tanto la reconstrucción física, el bienestar social y la reactivación económica, en el caso del Plan de Reconstrucción 2024, se agrega la necesidad de velar por la sostenibilidad ambiental.

La participación ciudadana fue y deber seguir siendo un componente esencial. La experiencia de la ley 17.564 demuestra que el involucramiento de la comunidad es crucial para identificar necesidades específicas y garantizar una distribución equitativa de la ayuda. En el contexto actual, aunque el Plan de Reconstrucción 2024 se centraliza en una entidad administrativa, es fundamental que se mantenga y fomente la participación de las comunidades afectadas. Esto puede lograrse a través de procesos consultivos, talleres comunitarios y mecanismos de feedback continuo.

Las lecciones aprendidas de ambos enfoques nos enseñan que la gestión de desastres requiere un balance entre la coordinación centralizada y la participación local. La estructura centralizada puede proporcionar los recursos y la eficiencia necesarios para una reconstrucción efectiva, pero la participación ciudadana asegura que estas medidas sean pertinentes y sostenibles a largo plazo. Además, la integración de la comunidad en estos procesos fortalece el tejido social y promueve una cultura de resiliencia.

Los desafíos futuros en la gestión de riesgos de desastres socionaturales en Chile deben considerar este balance. Es imperativo que las políticas públicas integren enfoques participativos y colaborativos, donde la comunidad no solo sea receptora de ayuda, sino también un actor clave en la planificación y ejecución de proyectos de reconstrucción. La experiencia del terremoto de 1971 y las recientes respuestas a los incendios de 2024 subrayan la importancia de un enfoque derechos, participativo, inclusivo y considerando los aportes de los distintos actores dentro del territorio.

En conclusión, la memoria del terremoto de 1971 nos recuerda la necesidad de adaptabilidad y aprendizaje continuo. Mientras avanzamos hacia el futuro, debemos integrar las lecciones del pasado y los avances del presente para construir una sociedad más resiliente, donde la participación ciudadana y la coordinación efectiva trabajen de la mano para enfrentar cualquier desafío que nos deparen los desastres socionaturales.

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Complejidad e incertidumbre

Complejidad e incertidumbre


Columna de opinión

Marco Billi
Julio Labraña

Pese al reconocimiento de la complejidad, en todos lados vemos aquella ansia por la simplicidad: en el vuelco político hacia un populismo que promete blancos y negros, buenos y malos, soluciones rápidas y juicios sumarios; en el vuelco económico hacia producir más de lo mismo cambiándole solo el envoltorio, y en consumir cada vez más con menos calidad o profundidad para no arriesgarse a invertir en una sola cosa que realmente nos satisfaga; y en la creciente mercadización de la ciencia y la educación para hacerse más socialmente relevantes bajo un régimen de capitalismo académico mixto con crecientes regulaciones de los mercados.

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5 septiembre, 2023

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Complejidad e incertidumbre. Así podría resumirse el debate público reciente: en todas las esferas de la sociedad, desde la política hasta la economía, desde la ciencia a la educación, la complejidad y la incertidumbre tiñen una reflexión cada vez más difusa sobre la limitada capacidad que tienen nuestros sistemas sociales y la forma en que históricamente se organizan para enfrentar los nuevos retos que se nos deparan.

La política, férreamente anclada a su dinámica de partidos y de divisiones ideológicas entre “derecha” o “izquierda”, se esfuerza para comprender las demandas y posiciones de nuevos grupos y movimientos cada vez más difíciles de alinear con esa estructura, donde la urgencia e ilusión de los cambios que se piden y se prometen se enfrentan con una muy real inercia de las estructuras que tenemos, donde los antiguos problemas, como la seguridad, la salud, el transporte o las pensiones, vuelven a acecharnos, mostrándonos la mala cara de cuestionables decisiones del pasado.

Entretanto, nuevos retos, muchos de los cuales desafían las fronteras nacionales –como inmigración, pandemia, crisis económica, o cambio climático– nos obligan a pensar en soluciones de largo plazo sin información suficiente para tener un cuadro completo. ¿Cómo mantener la participación política si lo que opinamos, pedimos o prometemos parece hacerse nada respecto de la complejidad del mundo? Incertidumbre y desazón se ven entonces entrelazadas.

En las organizaciones económicas, se enfrenta un problema similar, donde la exigencia de cuadrar los balances ya no es suficiente y hay ahora que saber responder a las demandas de un número creciente de stakeholders, con ideas y presiones distintas, donde la estabilidad macroeconómica y políticas ya no están aseguradas, y los gustos de los consumidores se han vuelto tan sofisticados como etéreos y volátiles, donde las regulaciones a cumplir se multiplican, chocando con la exigencia de flexibilidad hacia un mundo en continuo cambio.

En este escenario, ¿cómo convencer a accionistas y empleados, clientes y desarrolladores a seguir invirtiendo sus tiempos y recursos –escasos, se sabe– en algo cuyo valor es tan difícil de determinar? No por casualidad estas organizaciones fluctúan entre modas, cada una de las cuales asegura, por diferentes medios, un horizonte mayor de estabilidad.

De la misma manera, en ciencia, y en educación, enfrentamos la necesidad de reconstruir un balance entre el extremo grado de especialización alcanzado por muchas áreas de conocimientos y profesiones –cada una con su terminología técnica, métodos de trabajo y ámbitos de interés– con la creciente interdependencia entre estas, porque los problemas que se enfrentan tanto a la generación actual como a las futuras requieren cada vez más de una mirada integral e interdisciplinaria que entra en tensión con la forma predominante de organización de nuestras instituciones científicas y educativas.

Sumado a lo anterior, lo que podamos investigar o enseñar se vuelve rápidamente obsoleto frente al avance vertiginoso del saber y de la técnica, y la información que tenemos a disposición supera ya por mucho lo que nuestras mentes son capaces de procesar: ¿para qué estudiar entonces, para qué enseñar, si no sabemos qué necesitaremos saber mañana, si no sabemos a qué retos o desafíos se enfrentarán nuestros egresados?

Complejidad de la sociedad, complejidad del conocimiento, complejidad de los problemas y complejidad de lo que esperamos lograr. La complejidad genera incertidumbre, ya que en la inasequible complejidad del mundo solo podemos saber que no sabemos lo suficiente, y que cada decisión deberá decidir sabiendo que no sabe con certeza en qué medida las medidas propuestas alcanzarán los efectos esperados. Complejidad e incertidumbre que nos llaman a la decisión, a la vez que parecen sugerirnos la futilidad o quizás el peligro intrínseco a esa decisión, y así nos dejan con la sola decisión de sucumbir a la angustia, rendirnos a la apatía, o seguir la seductora invitación de una nostálgica vuelta a la simplicidad que fue –o al menos era considerada antes, convincentemente a nivel general, de esta manera–. 

Pese al reconocimiento de la complejidad, en todos lados vemos aquella ansia por la simplicidad: en el vuelco político hacia un populismo que promete blancos y negros, buenos y malos, soluciones rápidas y juicios sumarios; en el vuelco económico hacia producir más de lo mismo cambiándole solo el envoltorio, y en consumir cada vez más con menos calidad o profundidad para no arriesgarse a invertir en una sola cosa que realmente nos satisfaga; y en la creciente mercadización de la ciencia y la educación para hacerse más socialmente relevantes bajo un régimen de capitalismo académico mixto con crecientes regulaciones de los mercados.

De manera quizá transversal, pensamos que tal vez reducir los problemas a términos más básicos garantizará encontrar respuestas más simples, atribuyendo de esta manera la culpa a un solo elemento o, peor aún, a la acción de una sola persona, con la esperanza de que esto calmará la incertidumbre que no sabemos aún cómo procesar. 

Por cierto, reforzar los llamados hacia la complejidad puede generar un resultado opuesto: puede significar inmovilización o parálisis frente a un mundo que se percibe demasiado complejo para ser intervenido, (eco)ansiedad frente a la tensión infranqueable entre la presión a actuar y la desconfianza en la capacidad de lograrlo, segregación y exclusión de quienes carecen de los medios para abordar esa complejidad, y progresivo desencantamiento de amplios grupos de la población de participar efectivamente en el espacio político de discusión en temas de interés público.

En este contexto, la estrategia más sensata y efectiva es desarrollar nuevos dispositivos, integrales pero inclusivos, rigurosos pero flexibles, profundos pero utilizables, que acompañen la evolución de los sistemas sociales en respuesta a los desafíos impredecibles que se presentan. No se trata de eliminar la incertidumbre, sino de integrarla en nuestras organizaciones, en nuestra forma de pensar y de estar en conjunto. Ya no se puede contar, si es que alguna vez se pudo asumir realmente, con que las soluciones adecuadas para todos los fines son suficientes. Pero tampoco podemos abandonarnos a renunciar a la acción solo porque ahora nos damos cuenta de que lograr las metas es más difícil de lo que creíamos.

En una época marcada por la complejidad y la incertidumbre, la reflexividad –hoy cada vez más ausente– no es solo una operación intelectual, propia de la academia y lujo de los investigadores, sino un requisito para la mejora de las condiciones de la sociedad.

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La urgencia de integrar valores de la naturaleza a la política pública

La urgencia de integrar valores de la naturaleza a la política pública


Columna de opinión

Claudia Cerda y Matías Guerrero

Instamos a que este tipo de elementos sean cada vez más tomados en cuenta en pro de un bienestar humano que esté en armonía con los procesos naturales para mantener la provisión de servicios ecosistémicos en el largo plazo. Tenemos una obligación ética con las futuras generaciones.

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7 noviembre, 2023

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En un contexto en el que se discute una nueva constitución, resulta dramático la ausencia de debate acerca de la necesidad de incorporar a la naturaleza para su protección integral en base a la actual crisis de biodiversidad global, así como también a los múltiples valores que emergen de las complejas relaciones entre los diferentes actores y la biodiversidad. Pero ¿qué estamos entendiendo como valor?

El valor, particularmente referente al ambiente, ha sido definido por Reser y Bentrupperbäuer el 2005 como las creencias individuales y las compartidas con la comunidad o la sociedad sobre la significancia, importancia y bienestar de los ambientes naturales y cómo el mundo natural debería ser visto y tratado por los humanos

Esta es una discusión que podría sonar por momentos academicista, pero tiene repercusiones prácticas trascendentales a la hora de saber manejar de forma sostenible la naturaleza y los beneficios que nos otorga para el bienestar humano.

La discusión sobre los valores de la naturaleza se vuelve relevante cuando, en 2005, la ONU y su Evaluación de Ecosistemas del Milenio incorpora en la política global el concepto de servicios ecosistémicos. En esta discusión, la valoración se torna un asunto primeramente económico. Así, se comienza a generar un esfuerzo relevante por valorar económica y monetariamente los servicios que la naturaleza nos provee, bajo el argumento de que para conservar la naturaleza es relevante demostrar los beneficios económicos de aquello.

Sin embargo, poco a poco nos hemos dado cuenta de que aquella valoración, la económica y principalmente la monetaria, no es más que uno de los tantos tipos de valoraciones que podían surgir. Aquí, toma relevancia lo discutido ya por el Panel Intergubernamental sobre Biodiversidad y Servicios Ecosistémicos, IPBES, por sus siglas en inglés, algo así como el IPCC de cambio climático, pero de biodiversidad.

Hoy en día se reconoce que la naturaleza puede ser valorada desde múltiples perspectivas. Una de ellas es la perspectiva económica y monetaria, que concibe el valor de los ecosistemas como instrumental, es decir, son un medio para lograr fines humanos. La segunda se reconoce como la perspectiva intrínseca, es decir, el valor de los ecosistemas en sí mismos, independiente de propósitos humanos. Por último, se ha reconocido la perspectiva relacional, es decir, los valores de los ecosistemas que permiten comprender complejas relaciones sobre responsabilidad entre personas o personas con la naturaleza.

Lo crucial de este avance es que entendimos que el aspecto monetario no es la piedra filosofal que nos permitirá cuidar y manejar mejor los ecosistemas. Esto porque la valoración monetaria tiende a visibilizar beneficios de la naturaleza con mercados, invisibilizando otros que no se transan de manera convencional o que pueden ser trascendentales desde una perspectiva cultural para las comunidades locales. Por contraparte, reconocer que comunidades locales e indígenas poseen otro tipo de valoración de la naturaleza, nos permitiría entender cómo, desde esas valoraciones, podemos implementar políticas públicas acordes a ello.

Es lo que ocurre, por ejemplo, en la cuenca del Huasco, Región de Atacama. Ahí, a través de un proyecto Fondecyt que estamos desarrollando (N°1221789) hemos visto preliminarmente que las personas que se benefician de la naturaleza, agricultores de hortalizas, de nueces o arrieros por ejemplo, valoran la naturaleza no solo por razones instrumentales (económicas o meramente monetaria) sino que también relacionales.

De nuestras entrevistas que intentan comprender los valores que las personas atribuyen a diferentes beneficios de la cuenca, emergen fuertemente valores relacionales como el valor del agua como columna vertebral de la cultura del valle (más allá de su uso utilitario) o la relaciones con ciertos hitos del paisaje en las tradiciones culturales.

Por tanto, manejar la cuenca del Huasco solo desde mecanismos económicos y monetarios podría no surtir mucho efecto, dada esta relacionalidad de las comunidades locales e indígenas fuera de las lógicas monetarias.

Avanzar en este sentido implica, por tanto, generar estímulos para el manejo sostenible que estén acordes con esa forma de darle relevancia a los ecosistemas que rodean a las personas. ¿Cómo la política pública entonces enfrentará estos desafíos? ¿Cómo una propuesta de constitución que poco o nada ha abordado aspectos sobre la naturaleza podría garantizar el bienestar humano en el largo plazo?

Instamos a que este tipo de elementos sean cada vez más tomados en cuenta en pro de un bienestar humano que esté en armonía con los procesos naturales para mantener la provisión de servicios ecosistémicos en el largo plazo. Tenemos una obligación ética con las futuras generaciones.

*Los autores son integrantes de la Facultad de Ciencias Forestales y de la Conservación de la Naturaleza, Universidad de Chile, y el Departamento de Geografía, Universidad de Chile e Instituto de Ecología y Biodiversidad.

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Desvestir un santo para vestir otro

Desvestir un santo para vestir otro


Columna de opinión

Julio Labraña
Anahí Urquiza

Chile enfrenta hoy un desafío fundamental. Pese a una retórica centrada en el valor de la ciencia para la sociedad, no hemos logrado aún aumentar la inversión en ciencia y tecnología para cumplir la promesa que, por varias décadas, ha funcionado como eje del debate al respecto: cambiar el modelo de desarrollo.

11 Enero 2024

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En este sentido, nuestra institucionalidad científica es aún débil, limitada, sin la posibilidad de proyectarla en el largo plazo. El Consejo Nacional de Ciencia, Tecnología, Conocimiento e Innovación para el Desarrollo (CTCI) debería cumplir un rol central para dicha función, orientando las decisiones en este ámbito con una perspectiva de largo plazo y una mirada de Estado. Si bien el CTCI requiere por cierto ser fortalecido y cumplir mejor su propósito y con ello fortalecer la institucionalidad en ciencia, las herramientas disponibles y los criterios para la toma de decisiones, esto no significa, sin embargo, que debamos tirar a la guagua con el agua de la bañera.

Nuestro país necesita desarrollar un músculo prospectivo que permita generar estrategias de anticipación para los diferentes sectores y conectar el conocimiento de vanguardia, los desarrollos tecnológicos y las aspiraciones de nuestra población para ir construyendo un futuro (con un estilo menos reactivo que el que hemos tenido hasta ahora). En este contexto, la generación del Consejo Nacional de Futuro, aún en fase de proyecto, es un esfuerzo que va en la dirección necesaria para este país, fortaleciendo las competencias de anticipación de forma transversal en el Estado.

No obstante lo anterior, eliminar el CTCI o reducir este Consejo a lineamientos prospectivos para el desarrollo productivo no parece pertinente, toda vez que estamos confundiendo la necesaria generación de políticas de largo plazo para el desarrollo de la ciencia y tecnología, con la necesidad de articular el conocimiento existente para impulsar transformaciones en los diferentes sectores, anticipándonos a futuros posibles.

Sin duda ambos esfuerzos son necesarios. Anticipación y articulación del conocimiento científico se encuentran íntimamente asociados y son, ambos, imprescindibles en una sociedad compleja, acelerada y en constante crisis. Sin embargo, no son lo mismo, no son reemplazables uno por otro y es una mala idea desarmar lo poco que hemos logrado para emprender una nueva empresa. Anticipación sin articulación es espuria y carente del sustento para un correcto ejercicio de prognosis. A su vez, la articulación, sin una orientación necesaria al futuro, puede bien convertirse en un ejercicio de integración sin la necesaria pregunta por la aplicación de los conocimientos.

Uno de los aprendizajes de la ciencia de las últimas décadas es que el conocimiento se está transformando de forma permanente y sus aplicaciones de forma más acelerada aún. Si decidimos que la generación de lineamientos de largo plazo para la generación de conocimiento se puede reducir a su aplicación en ámbitos sectoriales, donde además los desafíos se multiplican según cada innovación, nos quedaremos ciegos y reactivos donde necesitamos mayor capacidad de mirar el futuro: para definir lineamientos en la misma ciencia. La ciencia (y su utilidad) se construye en función de una tensión, una pregunta continua entre su relevancia para la acumulación de saber y sus aplicaciones en la sociedad.

Desde las universidades estatales hemos estado constantemente insistiendo en la necesidad de la que evidencia científica se utilice para la toma de decisiones. El conocimiento es a la vez un fin en sí mismo y un medio para la mejora del modelo de desarrollo. Pero, para lograr esto, la tensión antes señalada, entre ciencia básica y ciencia aplicada, es necesaria: se requiere, por tanto, potenciar ese conocimiento libre para lograr el desarrollo de conocimiento aplicado en el futuro. Complejidad requiere variedad, no certidumbre de lo hoy conocido, eliminar el CTCI en este contexto es sin duda un error.

La ciencia y los conocimientos acumulados aportan a la generación de anticipación y prospectiva, pero para impulsar la generación de conocimientos mono, inter y transdisciplinarios, con perspectivas de largo plazo, necesitamos también pensar en la ciencia y los conocimientos de vanguardia, fomentando su crecimiento, más allá de la utilidad (siempre con puntos ciegos) que vislumbramos. La política haría bien en atender esto y utilizar el conocimiento que ya existe sobre prospectiva para desarrollar una estructura que precisamente favorezca el uso del conocimiento y anticipación en la toma de decisiones de los diferentes sectores. Partamos por casa.

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Cambio climático y nueva Constitución: ¿de qué manera la nueva Carta Magna acoge los desafíos del país ante este fenómeno global?

Cambio climático y nueva Constitución: ¿de qué manera la nueva Carta Magna acoge los desafíos del país ante este fenómeno global?


Columna de opinión

Roxana Bórquez, Marco Billi, Pilar Moraga, Rodolfo Sapiains, Chloe Nicolas-Artero Rosario Carmona, Dominique Hervé, Valentina Barahona, Valentina Cariaga y Karen Ubilla

La Constitución de 1980, aun con todas sus reformas posteriores, no se ajusta a los desafíos que impone el cambio climático. Por su parte, los avances de la nueva Constitución en materia ambiental y climática y de buena administración, con respecto a la Carta Magna de 1980, son muy significativos y de gran trascendencia.

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La inclusión, en la nueva Carta Fundamental, de aspectos que consideramos clave y que podrían sentar las bases para avanzar hacia una gobernanza climática integrada, son un avance único en la historia del país y, en muchos aspectos, pionero en el mundo. Esperamos que este análisis permita aportar al debate con miras al plebiscito del próximo 4 de septiembre.

Clumna de opinión disponible aquí.

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Gratuidad de la educación superior y porfiada realidad

Gratuidad de la educación superior y porfiada realidad


Columna de opinión

Julio Labraña
Centro de Políticas Comparadas de Educación
Universidad Diego Portales

Francisca Puyol
Núcleo de Estudios Sistémicos Transdisciplinares
Universidad de Chile

Una de las máximas de la vida social es que la perfección está fuera de las posibilidades humanas. Las soluciones son entonces siempre temporales: pueden bien resolver una dificultad, pero, al hacerlo, crean nuevos problemas. Dichos problemas pueden ser incluso ‘mejores’, más adecuados, pero demuestran igualmente la distancia entre el bello ideal y la porfiada realidad.

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La evolución de la política de gratuidad es un ejemplo de lo anterior. ‘Educación pública, gratuita y de calidad’ fue la consigna de los estudiantes movilizados en 2011 y 2012. Una vez instalada dicha demanda, y con una alta adhesión de la ciudadanía, los años posteriores fueron de intensa discusión de estos ideales y, en particular, su definición. Múltiples autores, dentro y fuera de la política, participaron de este debate, ya sea identificando lo público con distintos atributos de las instituciones, como su propietario, complejidad o aporte a la equidad, o planteando argumentos respecto de quiénes debían acceder a este derecho y bajo cuáles estándares de calidad.

Estas cuestiones fueron finalmente definidas en el diseño e implementación de la política de gratuidad en 2016. Así, lo público no se restringe a lo estatal sino que se define principalmente en función de la preocupación de las instituciones por la equidad bajo condiciones de calidad, entendidas aquí en función de sus resultados de universidades, institutos profesionales y centros de formación técnica en el sistema de acreditación.

Dichas decisiones han tenido efectos extremadamente positivos. Primero, su contribución a la equidad es innegable, aliviando la carga financiera de cientos de miles de estudiantes de la educación superior. Luego, ha impulsado un proceso de cambio organizacional en línea con los estándares de calidad para aquellas instituciones adscritas a la gratuidad. Finalmente, a nivel de sistema, ha contribuido a la desmercantilización de la formación, si bien no al nivel de la gestión de las instituciones, sí entre los estudiantes del pregrado.

Y sin embargo, dichos impactos han demostrado la complejidad de los problemas que debe enfrentar el sistema chileno de educación superior. Dos temas resultan esenciales en este escenario.

Por un lado, la cuestión de la inequidad de la formación de nivel superior ha demostrado ser mucho más persistente que lo pensado a nivel de los tomadores de decisiones. No se trata aquí solo del origen socioeconómico del estudiante, el entorno familiar o la calidad de la educación básica y media, que actúan como predictores reconocidos del desempeño académico, sino también de cómo estos se articulan con otras variables individuales, como el género o el capital cultural del estudiante, o institucionales, como la preocupación efectiva de la organización por la inclusión o la existencia de una cultura académica inclusiva. La gratuidad puede ser un primer aporte, pero no asegura equidad.

Por otro lado, el reconocimiento de la diversidad es también una tarea pendiente en la política de gratuidad. Los aranceles regulados operan en este sentido como una simplificación de los recursos humanos y materiales efectivamente utilizados para la formación de los estudiantes, que corre el riesgo de homogeneizar los diferentes grados de desarrollo de la investigación, la infraestructura de las instituciones de educación superior, los esfuerzos de vinculación con el medio y sus efectos en la formación, entre otras variables. La gratuidad debe en este sentido ser una política común, centrada en los estudiantes, pero atenta al coste de los procesos formativos.

Con todo, este tipo de problemas de equidad y diversidad aparecen solo en el marco de la implementación de la gratuidad. Son quizá mejores problemas, pero problemas al fin y al cabo, y deben ser por tanto objeto de reflexión. Las instituciones de educación superior harían bien entonces en considerar equidad y diversidad no solo como fines que deben cumplirse en función de indicadores, sino como parte de una tarea por definición inalcanzable y que la política pública de gratuidad no hace sino volver todavía más evidente.

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Informe de deudores del CAE

Informe de deudores del CAE


Columna de opinión

Beatriz Rahmer
Núcleo de Estudios Sistémicos Transdisciplinarios
Universidad de Chile

Julio Labraña
Centro de Políticas Comparadas de Educación
Universidad Diego Portales

Ver columna original

El 19 de julio, el Ministerio de Educación presentó los resultados del estudio “Primer Informe Crédito con Aval del Estado: Características de la población deudora e impactos”. Sobre ellos fuimos consultados por este medio para expresar nuestra opinión, la cual se publicó en la nota titulada “Las cuatro grandes contradicciones que dejó el primer informe del Mineduc sobre el CAE”.

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SEÑOR DIRECTOR:

El 19 de julio, el Ministerio de Educación presentó los resultados del estudio “Primer Informe Crédito con Aval del Estado: Características de la población deudora e impactos”. Sobre ellos fuimos consultados por este medio para expresar nuestra opinión, la cual se publicó en la nota titulada “Las cuatro grandes contradicciones que dejó el primer informe del Mineduc sobre el CAE”.

Disponible aquí.

Nos parece importante detallar aspectos que no fueron contemplados en la nota y que son igualmente parte de nuestra opinión:

a) Pese a sus limitaciones metodológicas, el citado informe avanza en el camino correcto y entrega información necesaria para desarrollar políticas responsables de financiamiento de la educación superior;

b) Los hallazgos permiten identificar los efectos de una política de financiamiento irresponsable en tanto se otorgaba crédito en un sistema altamente diversificado e irregular, por lo cual, no es extraño observar tasas de retorno más bien bajas, considerando que parte importante de los deudores provienen mayoritariamente de instituciones de educación superior de baja acreditación;

c) Sumado a lo anterior, debe considerarse que los resultados reflejan las diferencias socioeconómicas y de género de nuestra sociedad, así como las condiciones de inserción profesional en el mercado laboral. La educación superior no puede sino reproducir las desigualdades de la sociedad en que forma parte de manera quizá hoy menos explícita (en un contexto de masificación de la matrícula) pero igualmente extendida, por ejemplo, en la calidad de la formación, el prestigio de la institución, redes formales e informales articuladas durante los estudios, etc;

d) Finalmente, resulta esencial la apertura de las bases estadísticas para la realización de estudios comparados por parte de la comunidad de investigadores en educación superior, atendiendo a posibles diferencias entre área de conocimiento, beneficios estudiantiles, región, entre otros.

 

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Gobernanza de los bienes comunes: Oportunidades y desafíos para el constitucionalismo del siglo XXI

Gobernanza de los bienes comunes: Oportunidades y desafíos para el constitucionalismo del siglo XXI


Escrito por

Catalina Moya Catalán

Más allá del binomio público-privado existe la categoría de los comunes: tanto la riqueza material del mundo -la naturaleza- como la producción social -el conocimiento- se albergan bajo esta denominación. ¿Por qué estudiar los comunes? El Curso de Formación General, “Gobernanza de los comunes: de la tragedia a la acción colectiva” abordó, a través de la transdisciplina, distintas aproximaciones a uno de los desafíos más grandes de este siglo y los que vendrán.

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En medio del debate constitucional más importante de los últimos años, la Universidad de Chile y la Universidad Católica se unieron en una virtuosa alianza que profundiza y problematiza en torno a los bienes comunes, recientemente incorporados en la propuesta de la nueva constitución. Una idea “rupturista, novedosa, que aunque solo se limita a los bienes comunes naturales nos entrega nuevos desafíos, para los que se necesita bastante coraje judicial si queremos proteger los bienes comunes” según las palabras del coordinador del curso, el profesor Julián Cortés.

El curso, en su primera versión, se construyó en conjunto con el Instituto para el Desarrollo Sustentable de la UC y colaboró con otro Curso de Formación General, llamado “Agua y Explotación Patriarcal” que buscan, de manera integral, ser una forma de entender la complejidad de nuestros tiempos, y que tuvo su actividad cierre ad portas de la entrega de la Nueva Constitución.

Para desarrollar estas ideas, el curso trabajó a partir de la problematización planteada por el ecólogo Garret Hardin, quien sostiene que una óptima gobernanza de los bienes comunes requiere de acciones restrictivas de manera horizontal, que organicen unilateralmente los derechos del uso de los recursos. Sin embargo, esta aproximación fue contrastada con distintos aportes particularmente los desarrollados por la politóloga, ganadora del nobel de economía, Elinor Ostrom, quien apunta que a problemas complejos, soluciones complejas.

Pero ¿Qué es un sistema complejo?, en palabras de la académica de la Facultad de Ciencias Agronómicas, Anahí Ocampo, “son sistemas imprevisibles, cambiantes, compuestos por distintas partes interconectadas, frente a los cuales no hay una receta”. Para ejemplificar, abordó la gestión del agua, uno de los mayores desafíos en medio de la crisis climática.

“Con la ingeniería nació la gestión de comando y control, que está basada en tecnología y en la idea de que puedes controlar con estándares y normas una hidrología estacionaria. El nuevo paradigma de la gestión del agua es tratar de mirar la gestión aceptando la incertidumbre, aceptando que no puedes controlarlo todo y que habrá ganadores y perdedores. Gestionar los ecosistemas y el bienestar humano requiere de pluralismo de ideas y enfoques” señaló la académica.

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La alianza como resiliencia

El origen de la cuestión de los bienes comunes se remonta al siglo III d.C. en el Derecho Romano, en el que se establece que existen ciertos recursos básicos que no pueden sersustraídos por el Estado. La gestión y administración de estos bienes siguen siendo los desafíos más importantes del presente particularmente aquellos donde la sobreexplotación de los recursos naturales y los “nuevos cercamientos” a la producción social de lo común se manifiestan con mayor fuerza. Frente a estos el Curso buscó entregar una mirada basada en la colectivización de la agencia. Acerca de esto el profesor de la Universidad Católica Francisco Urquiza, sostuvo que “hay un goce en compartir, en nuestra capacidad de autoorganizarnos, de aportar y contribuir en procesos colectivos. Participar es una oportunidad para prepararse para los tiempos que vienen, porque las trayectorias que se van a dar van a depender mucho de estos pequeños espacios de resiliencia que se vayan construyendo en la sociedad en distintos lugares”.

Para profundizar en estos desafíos, la psicóloga Gabriela Bawarshi planteó una metodología desde la perspectiva analítica de la gobernanza. “La gobernanza se ha enfatizado en los aspectos técnicos y económicos, pero no mucho en la dimensión social (…) ha ido transitando desde una jerarquía super centralizada de modelos más dependientes hacia la autonomía y el mercado. Pero tenemos este nuevo paradigma que es la gobernanza en red, que plantea una gobernanza politécnica, adaptativa, transformativa”.

La nueva Constitución ejemplifica la complejidad de llevar a cabo acuerdos entre distintos sectores, visiones, intereses. Tras un año de discusión, sin estar exento de polémica, el 4 de julio del 2022 se entregó el documento oficial que da por finalizado el proceso que empezó el 18 de octubre del 2019. Según especialistas, las propuestas son innovadoras desde el punto de vista jurídico y prometedoras si se observa desde la perspectiva ecológica, en cuanto a bienes comunes se refiere.

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Francisco Caamaño, ex convencional estuvo presente en la jornada de cierre del curso y explicó cómo se ejecutó el trabajo al interior de la convención y las proyecciones que se pueden hacer frente al inicio de las campañas para el plebiscito de salida.
 
La propuesta final tiene muchos temas que se han posicionado: por ejemplo avanzar hacia un estado social democrático de derecho, que Chile es un estado ecológico en el que se establecen principios ecológicos y derechos humanos ambientales. Esos temas no están en la constitución del 80. En la nueva constitución se vela por una Agencia Nacional Autónoma para el cuidado del agua, que debe velar por garantizar el derecho humano al agua y la utilización sostenible de este bien natural común. Estos temas siempre fueron postergados por los gobiernos de turno. Pero tuvimos el quórum para hacer estas propuestas muy novedosas y pensamos que si hubiésemos ido al parlamento eso no hubiese sucedido”.
 
Para el cierre de la actividad, los estudiantes hicieron preguntas al ex convencional y activista ambiental. Dentro de las cuales destacan las alternativas que existen en el caso de no aprobarse la propuesta, sobre esto Caamaño explicó que, “Se hicieron acuerdos acorde a la realidad país a la distribución de fuerzas políticas que estaban en la constitución. Esta es una posibilidad única, puesto que para que el Parlamento otorgue la posibilidad de hacer otra reforma constitucional para hacer otro proceso constituyente no será fácil (…) Esta constitución propone la posibilidad de hacer reformas en el caso de que existan situacionesde incongruencia, da muchas más herramientas democráticas para modificaciones. La actual constitución tiene ciertos cerrojos para no ser modificada. No hay una tercera vía y para que volvamos a tener esta oportunidad yo sólo lo veo posible a través de otro estallido social”.
 
El curso fue impartido por los docentes: Julián Cortés, Anahí Urquiza, Gabriela Bawarshi, Anahí Ocampo, Marco Billi, Patricia Retamal, Catalina Amigo y Claudio Millacura.
Fuentes
Gobernanza climática

Gobernanza Climática de los Elementos.
¿Cómo se organiza la gestión ambiental en Chile, hoy?


Centro de Ciencia del Clima y la Resiliencia (CR)²

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La crisis climática en la (nueva) Constitución

La crisis climática en la (nueva) Constitución


Publicación original

Escrito por

Roxana Bórquez

Pilar Moraga

La incorporación de un articulado de esta índole, junto con la recientemente aprobada Ley Marco de Cambio Climático, asentarían la base jurídica para políticas públicas capaces de hacerse cargo de una crisis climática urgente y de consecuencias de largo plazo. A la vez, permitirían situar a Chile y su futura Constitución a la vanguardia en el esfuerzo internacional para avanzar hacia una sociedad más sostenible y equitativa, y capaz de fundar su modelo de desarrollo en bases más sólidas y mantenibles en el largo plazo.

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El trabajo de la Convención Constitucional incorporó de manera muy temprana el concepto de crisis climática. A las pocas semanas de iniciado el trabajo, se invitó a la climatóloga (y actual ministra del Medio Ambiente) Maisa Rojas a informar sobre el asunto en una sesión especial. Luego, la Convención emitió una declaración titulada “En Estado de Emergencia Climática y Ecológica”, en la cual se comprometía a abordar esta cuestión de manera transversal en las distintas comisiones. Dicha declaración fue firmada por 137 de los 155 convencionales.

Por su parte, la Comisión de Medio Ambiente integró tres artículos relacionados a cambio climático en el informe llevado al Pleno. Cabe recordar que todos los artículos de dicho informe fueron rechazados, a excepción del inciso segundo del artículo primero que se lee como sigue: “El Estado promoverá el diálogo, cooperación y solidaridad internacional para adaptarse, mitigar y afrontar la crisis climática y ecológica y proteger la Naturaleza”.

Por otro lado, si bien el inciso primero de este artículo no obtuvo la mayoría de los dos tercios requerida para convertirse en norma constitucional, sí logró ser aprobado en general (lo que significa que se aprobó su contenido, pero se requirieron cambios a su formulación) y fue el único artículo del informe de la Comisión de Medio Ambiente para el cual no fue presentada ninguna indicación de eliminación.

Teniendo en cuenta la controversial recepción que tuvo el citado informe, lo previo apunta a un alto nivel de consenso sobre la necesidad de incluir el cambio climático en el texto constitucional.

En estos días dicha comisión deberá trabajar en la reformulación de los textos de normas rechazadas, de manera de presentar al Pleno un texto pulcro a nivel de redacción que contenga normas claras, directas, capaces de generar una mayoría de dos tercios. Se trata de una responsabilidad mayor en los hombros de los miembros de la Comisión que, en medio de la vorágine de las sesiones de trabajo, la reformulación del texto de normas rechazadas y negociaciones políticas deberá asegurar un tratamiento constitucional adecuado de la cuestión climática.

En este marco, queremos subrayar que dicho tratamiento adecuado tendría que incluir, primero, el reconocimiento de la crisis climática generada por las actividades humanas. Aunque ya fue aprobado por el Pleno, es necesario que este reconocimiento se convierta en un mandato a la acción para hacer frente a este fenómeno y sus consecuencias.

Segundo, se necesita consagrar en el nuevo texto constitucional un deber del Estado de establecer las medidas e instituciones necesarias para la mitigación y adaptación al cambio climático.

Tercero, se debiese requerir constitucionalmente que las decisiones a este respecto se tomen en función de los mejores conocimientos disponibles y de los principios consagrados en esta Constitución, a los cuales debiera incorporarse además el principio de acción climática justa. Este último permite concebir la acción climática desde un enfoque de equidad y solidaridad entre las personas, comunidades, territorios, generaciones, implicando también reconocer el derecho a vivir a un medioambiente sano y que su vulneración diga relación, también, con las acciones u omisiones que atenten contra de la acción climática justa tanto en materia de mitigación y adaptación.

Finalmente, es necesario que esta responsabilidad de actuar abrace a todos los órganos del Estado, así como la sociedad en su conjunto, de manera a involucrar a todos los niveles de gobernanza y los diferentes actores. Esto implica también el deber de los actores privados de contribuir a la mitigación y adaptación al cambio climático, en función de los deberes que serán establecidos en la política climática.

La incorporación de un articulado de esta índole, junto con la recientemente aprobada Ley Marco de Cambio Climático, asentarían la base jurídica para políticas públicas capaces de hacerse cargo de una crisis climática urgente y de consecuencias de largo plazo. A la vez, permitirían situar a Chile y su futura Constitución a la vanguardia en el esfuerzo internacional para avanzar hacia una sociedad más sostenible y equitativa, y capaz de fundar su modelo de desarrollo en bases más sólidas y mantenibles en el largo plazo. Por esto, más allá de la Comisión, es responsabilidad de todos los convencionales producir estos avances, y de toda la población apoyar la labor de la Comisión en alcanzar este logro.

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Cuencas hidrográficas: El flujo del agua como delimitación territorial

Cuencas hidrográficas: El flujo del agua como delimitación territorial


Publicación original

Escrito por

Gabriela Azócar

Marco Billi

Un sistema de gestión integrada de cuencas es una ambición que hoy puede hacerse realidad gracias a la Convención Constitucional.
Su implementación nos permitirá enfrentar de manera más efectiva la actual crisis hídrica considerando cómo esta interactúa con el cambio climático, los usos de suelo y nuestras formas de habitar los territorios.

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La conmemoración del día mundial del agua este 22 de marzo, nos convoca a reflexionar sobre la necesidad de desarrollar instrumentos de gestión territorial que permitan mitigar la crisis de escasez hídrica asociada a la sequía que hace más de una década afecta nuestro país.

La evidencia científica ha demostrado que esta megasequía es un efecto directo del cambio climático y que, por lo tanto, no es un fenómeno pasajero. Si consideramos que las causas y los efectos del cambio climático dependen de la interacción entre múltiples elementos de la naturaleza (agua, aire, tierra, fuego) es necesario dejar de pensar la crisis del agua como un problema aislado. Para enfrentar esta crisis se requiere de modelos de gestión, planificación y gobernanza que aborden los elementos de la naturaleza de manera integrada.

En el debate que actualmente se ha desarrollado sobre cómo incluir esta problemática en la nueva Constitución, la gestión integrada de cuencas se ha instalado como una apuesta de relativo consenso entre instituciones y organizaciones de carácter académico, medioambiental y político.

En las últimas semanas, la Convención ha aprobado en general la instalación de la cuenca hidrográfica como una unidad de gestión del territorio y el clima. Como investigadores del Centro del Clima y la Resiliencia (CR)2, apoyamos esta iniciativa al ser un componente clave de la institucionalidad que se requiere para hacer frente al cambio climático.

Las cuencas hidrográficas se delimitan por el flujo de un conjunto de ríos que convergen en cauces generales cuyo recorrido culmina en el mar. Se trata de sistemas socioecológicos con características climatológicas, geográficas, territoriales y de vegetación particulares que, a la vez que interactúan, varían en su recorrido especialmente entre cordillera y mar. Por ello dentro de los límites de una cuenca podemos encontrar diversas actividades productivas interconectadas, así como concentraciones de población urbana y/o rural en permanente interacción. Cada cuenca presenta diferentes grados y formas de vulnerabilidad y resiliencia ante el cambio climático.

En las cuencas existen múltiples agentes que se encargan de la gestión de las aguas superficiales y subterráneas, el suelo, la agricultura, los bosques, las emisiones contaminantes de industrias y transporte, los que en su mayoría trabajan en forma independiente.

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Este déficit de coordinación se acentúa si consideramos que no existen instrumentos de gestión territorial que conciban la cuenca como un todo, lo que a su vez impide diseñar planes que permitan anticiparse y responder a los impactos contextuales del cambio climático.

Dado este escenario, se requiere que las cuencas hidrográficas se reconozcan como unidades de gestión territorial en su propio derecho. Para ello es necesario generar una gobernanza climática con instituciones y procesos que se ajusten a las particularidades de cada cuenca. Esto permitiría visualizar las interdependencias que se generan entre los elementos y cómo estas varían al interior de las cuencas, así como, reconocer las particularidades de los impactos del cambio climático en distintos territorios.

En Chile existen 101 cuencas hidrográficas, muchas de las cuales coinciden con la delimitación de nuestras actuales provincias. Una reorientación en la gobernanza climática hacia las cuencas hidrográficas, por lo tanto, no implica una completa reorganización de las distinciones territoriales actuales.

Sin embargo, pensar en una gobernanza climática de cuencas hidrográficas nos permite tomar en cuenta cómo el flujo del agua determina la dinámica y constante transformación de nuestros territorios, y por lo tanto cómo sociedad y medioambiente desdibujan sus límites más allá de lo que las actuales delimitaciones administrativas nos permiten observar. Incorporar esta visión en la nueva constitución es fundamental si queremos avanzar en comprender cómo el cambio climático emerge del indisoluble lazo entre entorno ecológico y sociedad.

Un sistema de gestión integrada de cuencas es una ambición que hoy puede hacerse realidad gracias a la Convención Constitucional. Su implementación nos permitirá enfrentar de manera más efectiva la actual crisis hídrica considerando cómo esta interactúa con el cambio climático, los usos de suelo y nuestras formas de habitar los territorios.

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