Gratuidad de la educación superior y porfiada realidad


Columna de opinión

Julio Labraña
Centro de Políticas Comparadas de Educación
Universidad Diego Portales

Francisca Puyol
Núcleo de Estudios Sistémicos Transdisciplinares
Universidad de Chile

Una de las máximas de la vida social es que la perfección está fuera de las posibilidades humanas. Las soluciones son entonces siempre temporales: pueden bien resolver una dificultad, pero, al hacerlo, crean nuevos problemas. Dichos problemas pueden ser incluso ‘mejores’, más adecuados, pero demuestran igualmente la distancia entre el bello ideal y la porfiada realidad.

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La evolución de la política de gratuidad es un ejemplo de lo anterior. ‘Educación pública, gratuita y de calidad’ fue la consigna de los estudiantes movilizados en 2011 y 2012. Una vez instalada dicha demanda, y con una alta adhesión de la ciudadanía, los años posteriores fueron de intensa discusión de estos ideales y, en particular, su definición. Múltiples autores, dentro y fuera de la política, participaron de este debate, ya sea identificando lo público con distintos atributos de las instituciones, como su propietario, complejidad o aporte a la equidad, o planteando argumentos respecto de quiénes debían acceder a este derecho y bajo cuáles estándares de calidad.

Estas cuestiones fueron finalmente definidas en el diseño e implementación de la política de gratuidad en 2016. Así, lo público no se restringe a lo estatal sino que se define principalmente en función de la preocupación de las instituciones por la equidad bajo condiciones de calidad, entendidas aquí en función de sus resultados de universidades, institutos profesionales y centros de formación técnica en el sistema de acreditación.

Dichas decisiones han tenido efectos extremadamente positivos. Primero, su contribución a la equidad es innegable, aliviando la carga financiera de cientos de miles de estudiantes de la educación superior. Luego, ha impulsado un proceso de cambio organizacional en línea con los estándares de calidad para aquellas instituciones adscritas a la gratuidad. Finalmente, a nivel de sistema, ha contribuido a la desmercantilización de la formación, si bien no al nivel de la gestión de las instituciones, sí entre los estudiantes del pregrado.

Y sin embargo, dichos impactos han demostrado la complejidad de los problemas que debe enfrentar el sistema chileno de educación superior. Dos temas resultan esenciales en este escenario.

Por un lado, la cuestión de la inequidad de la formación de nivel superior ha demostrado ser mucho más persistente que lo pensado a nivel de los tomadores de decisiones. No se trata aquí solo del origen socioeconómico del estudiante, el entorno familiar o la calidad de la educación básica y media, que actúan como predictores reconocidos del desempeño académico, sino también de cómo estos se articulan con otras variables individuales, como el género o el capital cultural del estudiante, o institucionales, como la preocupación efectiva de la organización por la inclusión o la existencia de una cultura académica inclusiva. La gratuidad puede ser un primer aporte, pero no asegura equidad.

Por otro lado, el reconocimiento de la diversidad es también una tarea pendiente en la política de gratuidad. Los aranceles regulados operan en este sentido como una simplificación de los recursos humanos y materiales efectivamente utilizados para la formación de los estudiantes, que corre el riesgo de homogeneizar los diferentes grados de desarrollo de la investigación, la infraestructura de las instituciones de educación superior, los esfuerzos de vinculación con el medio y sus efectos en la formación, entre otras variables. La gratuidad debe en este sentido ser una política común, centrada en los estudiantes, pero atenta al coste de los procesos formativos.

Con todo, este tipo de problemas de equidad y diversidad aparecen solo en el marco de la implementación de la gratuidad. Son quizá mejores problemas, pero problemas al fin y al cabo, y deben ser por tanto objeto de reflexión. Las instituciones de educación superior harían bien entonces en considerar equidad y diversidad no solo como fines que deben cumplirse en función de indicadores, sino como parte de una tarea por definición inalcanzable y que la política pública de gratuidad no hace sino volver todavía más evidente.

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